11 noviembre, 2006

La caída del halcón negro

Gracias a la compasión que despertó la triste campaña publicitaria que desplegué en la última columna, las visitas a mi blog han aumentado ostensiblemente. Sin embargo, la popularidad de Bush sigue cayendo en las encuestas. A mí ya se me pasó el insomnio. Una EME ya no me quita el sueño; la otra viene saliendo de una severa crisis colegial.
La muerte de Abu Musab al Zarqawi - el hombre fuerte de Bin Laden en Irak - no levantó ni un ápice el pobre 29% de aprobación que muestra su mandato. La cifra lo coloca entre los presidentes norteamericanos menos aceptados en la historia reciente de Estados Unidos, justo detrás del histórico Harry Truman, con un 24% obtenido en la primavera de 1951, y empatando en segundo lugar con Jimmy Carter, cuya popularidad se vino abajo tras la crisis de los rehenes en Irán en 1979.
El ejercicio de poder global que se desprende de la vocación universalista norteamericana, esto es la proyección de sus intereses fuera de sus fronteras naturales, ha hecho de la popularidad de muchos presidentes estadounidenses un “atributo” de bajo perfil.
Más del 60% de los ciudadanos norteamericanos piensan que el país va en una dirección equivocada. La piedra en el zapato: la situación en Irak.
A pesar de que a nivel interno los números no lo acompañan, este índice, ya está dicho, refleja más que todo el rechazo a la gestión del Bush “presidente del mundo”, la desaprobación del Bush “almighty”. Es en ese espacio político donde éste encarna al mesías, al enviado, apoyado por sus apóstoles los halcones republicanos y uno que otro canario temeroso a ser devorado o morirse de hambre.
A principios de la década del 90’, tras la caída del Muro de Berlín, las tradicionales teorías relativas a la dinámica de las relaciones internacionales comenzaron a ser desechadas por su aparente incapacidad para explicar el mundo de la Post Guerra Fría. De ahí en adelante la desesperación se apoderó de una serie de teóricos nerviosos y a la vez excitados por este vacío epistemológico.
Desde Norteamérica, inmediatamente se levantaron paradigmas e interpretaciones de lo que se c
reía la mejor forma de explicar el nuevo escenario. The End of History and Last Man, el triunfo definitivo del liberalismo como el mejor – y último - estado ideal posible, el ya cliché choque de civilizaciones (“The Clash of Civilizations”), todos ellos, en definitiva, de perspectiva bastante reducida (sujeta a la realidad, posición o deseo norteamericano) pero muy precisos en términos de cómo se ha (re) definido la política exterior de esta potencia.
Por un lado, la postura que reconoce el triunfo del liberalismo como la última etapa en la evolución ideológica de la humanidad, producto de que las sociedades no querrán moverse más allá de este estado perfectible y conveniente. Por el otro la identificación de grandes sociedades peligrosas y hostiles y de alta confrontacionalidad, bajo el lema “el choque de las civilizaciones”. En una segunda y conjunta lectura, el liberalismo, más que la democracia, como ente exportable - bastión de lucha - y el choque de civilizaciones que, aprovechando el poder absoluto de Estados Unidos por sobre otra cualquier civilización de la tierra, se ha transformado en un buen pretexto para expandir la ideología, establecer gobiernos proclives y proyectar su propio poder.
El choque de civilizaciones está muy en sintonía con el menos elaborado concepto de “eje del mal”, popularmente conocido en el mundo luego del inicio de la estrategia de seguridad nacional en Estados Unidos y la puesta en marcha de su maniobra “preventiva” (Homeland Security), en septiembre de 2002. En busca de márgenes que pudieran “legitimar” sus acciones militares en el extranjero, Bush Jr. y sus asesores se vieron en la necesidad de “demonizar” ciertas regiones del planeta, esto es, definir estratégica y rápidamente enemigos e incluso inventarlos. La política exterior estadounidense se nutre de la búsqueda de antagonistas y – en el caso de que no existan, como ha sucedido luego de la caída de la URSS – levantar nuevos rivales.
Irak es el perfecto resumen de lo anterior. Estados Unidos llevó a cabo la guerra bajo el supuesto de la existencia de armas de destrucción masiva (WMD), inexistentes. Ahora lucha por establecer y consolidar los “valores occidentales” (léase democracia liberal) en un territorio que terminará siendo – con un costoso proceso a cuestas mediante – uno más de sus satélites, aunque por su valor energético no uno cualquiera.
Veinte y cinco siglos antes de que todo esto sucediera, Tucídides escribía “La Guerra del Peloponeso”. Y bueno, las cosas no han cambiado mucho, al menos en la forma en cómo las potencias mundiales han entendido y se han comportado frente al poder. La búsqueda del propio interés y el miedo a ser dominado si uno no domina, parecieran seguir anteponiéndose a cualquier asomo de idealismo o buenas intenciones.
La idea de que el sistema internacional es, por esencia, anárquico y de que sus actores son maximizadores de utilidad, hacen de la política internacional un juego basado en el interés nacional y en cálculos de poder.
Cuando Atenas y Esparta luchaban por la supremacía en los Balcanes no existían instancias de cuestionamiento o juicio masivas: medios de comunicación, organismos multilaterales, ONG’s, ni una sociedad civil siquiera mínimamente cercana al status de actor relevante en el plano internacional como lo es hoy en día. Sin embargo, actualmente algunos medios globales de comunicación están del lado de Bush, a quien además poco le han importado las cláusulas de Naciones Unidas, las cotidianas manifestaciones de ONG’s y la opinión o percepción que la sociedad internacional (incluida la norteamericana) tiene de su gestión.
Y si de popularidad se trata, ya llegará el momento y los pretextos para ocuparse de las elecciones presidenciales del 2008 y de intentar revertir esta caída. Porque tampoco se trata de hipotecar un próximo gobierno republicano. Tampoco de que Bush y la aplicada Condoleezza (su posible sucesora) terminen transformándose en mártires de los intereses oficialistas.
Por mi parte, asumo completamente que no soy un blogger, pero: ¿es la pérdida del insomnio mejor pretexto que el hackeo de la vez pasada? …A mí, sí me importa la popularidad.

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