11 julio, 2006

Vejez y Modernidad en el s.XXI



No es una empresa fácil el entender que las dos Guerras Mundiales que sacudieron la primera mitad del siglo XX no es lo más terrible que le sucedió a la humanidad durante ese periodo de tiempo. Identificar y entender las causas que llevaron a que los habitantes del planeta comenzaran a despedazarse entre sí, causas que van más allá de lo que Tucídides planteó como la inevitabilidad del conflicto, presenta un drama mucho más sombrío y agudo que el de las luchas armadas que no son más que manifestaciones de fuerzas que fueron programadas y se fueron desatando mucho antes. El XX, es el siglo más sangriento del que se tenga recuerdo, cerca de 64 millones de habitantes mueren, poco más del doble de las bajas que dejó en Europa una de las pandemias más feroces esparcidas sobre la tierra, la peste negra en el s. XIV. La pólvora, responsable del término de unas cuantas vidas en el siglo pasado, aún no era introducida en occidente. Algunos colocarán al Imperialismo y el auge de los nacionalismos como las causas de las Guerras; otros hablarán de la deshumanización progresiva, del triunfo de la razón, de lo cuantificable y de los costos inesperados de colocar la idea de progreso como motor de la existencia; los más miopes dirán que todo ocurrió a causa del homicidio llevado a cabo por el joven servio Gavrilo Princip contra del príncipe heredero al trono de Austria Hungría, Francisco Fernando y su señora Sofía. Todo depende, al final, de los tiempos o, mejor, de la extensión del tiempo que se es capaz de manejar, además de la agudeza con que los hechos son puestos a contraluz o son sumergidos – como intentando encajarlos – en el denso transcurrir de las fuerzas históricas. Sin Princip la guerra igual hubiera estallado y de que sin Lutero la Reforma era algo inevitable.

Creo ver en el tema de la vejez y la modernidad algunas de las claves que nos permiten el acceso a una parte de lo que fue el siglo XX. Me da la impresión de que el s. XX fue al encuentro de un s. XIX tremendamente optimista, al menos desde la perspectiva del inobjetable triunfo del hombre sobre la naturaleza, o si se quiere desde el punto de vista de la vida material. Recuerdo haber leído en el clásico libro de Hobsbawm “Extremes. The Short Twentieth Century” que una de las grandes transformaciones del siglo XX era la pérdida de los tradicionales lazos sociales o, más precisamente, la desintegración de las antiguas pautas por las que se regían las relaciones entre los seres humanos y, con ella, la ruptura de los vínculos entre las generaciones, es decir, entre pasado y presente.

El individualismo asocial puro, del cual se habla ahí, terminó por desencajar en un momento de la historia los puntos de encuentro generacionales, los cuales fueron siendo reemplazados gradualmente por gigantes y grises pedazos de concreto. En esto tiene mucho que ver el triunfo de la ciencia y del progreso y con ello la sensación de que todos los males de la humanidad serían resueltos por la creciente dominación del hombre sobre su entorno. Paralelo a esto proceso, las maravillas tecnológicas no dejaban de sorprender al hombre. El individualismo que comenzó a gestarse muchos siglos antes, pero que es extremadamente claro en el burgués decimonónico, opera y esconde un fenómeno similar al proceso por el cual los Estados Nacionales comienzan a romper con el antiguo orden dinástico. Si la Reforma y la posterior Guerra de los Treinta Años significaron la aparición de nuevos Estados Soberanos - el Estado Moderno tal cual lo conocemos hoy al menos en sus bases - y la creación de un nuevo y duradero orden internacional, la Revolución Industrial terminó por otorgarle al hombre la soberanía e independencia tan anhelada desde el tiempo de los Médicis.

El largo proceso de secularización no es más que la continua “soberanización” del hombre frente a las fuerzas ambientales, espirituales y culturales que tradicionalmente lo determinaban. El mundo cambió totalmente y de manera violenta luego de la Revolución Industrial. Cambio, para algunos, sólo comparable con la Revolución Neolítica del 5 mil antes de Cristo. En una lectura cuyo nombre no recuerdo, quedé muy sorprendido con una potente metáfora. Allí se hacía alusión a que un sirviente de palacio del Imperio Romano, pongámonos en el caso de la Domus Aurea de Nerón, podría sin mayor dificultad desempeñar sus labores muchos siglos después, por ejemplo en el edificio de Luis XVI. Sin embargo, si colocáramos a ese mismo sirviente en pleno siglo XIX, moriría de inoperancia. Algo similar ha pasado con los ancianos. Si antiguamente la figura del anciano encarnaba la supervivencia de una cultura, pues en él se hallaba depositado todo el saber y todas las capacidades experienciales como para lograr hacer perdurar una civilización a través del tiempo, generación tras generación, con la modernidad éste ha dejado de cumplir el papel de nexo vital, para transformarse en un verdadero estorbo. Es que la Revolución Industrial, entre otras cosas, fue y ha seguido siendo una Revolución del Tiempo - violenta - en la cual hemos visto cómo absolutamente todo ha terminado por ser cuantificado en virtud de su utilidad. No se trata de añorar los tiempos anteriores a cuando el imponente reloj en medio del ajetreo de la ciudad terminó por reemplazar el sonido de las campanas. Es sólo un indicador de cómo se puede cada vez en menor tiempo morir de inoperancia en nuestros días. El sistema, el mismo antiguamente sostenido y prolongado por el anciano, terminó por darle la espalda.

Si problema de la ancianidad es un tema importante hoy en día, para el año 2050 tendrá que ser tratado con mayor seriedad. Será en esa fecha, cuando se un hecho inédito en la historia de la humanidad, a saber: la cantidad estimada de ancianos para ese entonces superará la de niños entre 0 y 14 años. De los 9 mil millones de personas estimadas que existirán en todo el planeta, 2 mil millones tendrán más de 60 años. El avance de la ciencia, tecnología y medicina – amables consecuencias de la modernidad - sumado a las mejoras en la alimentación de niños en riesgo de subsistencia ha permitido, y lo seguirá haciendo, un aumento prolongado en la esperanza de vida de la población. Si a mediados del siglo XX, ésta era de 41 años, cifra no muy lejana a la de la Edad Media que podríamos especular en 35 años, para el 2020 ésta ascenderá a los 70 años. Es impresionante, a través de datos como éstos por ejemplo, tomar conciencia de la velocidad con que se ha acelerado el ritmo de la historia o – mejor dicho – ver cómo en tan sólo un siglo se han concentrado los mayores y más espectaculares cambios de la humanidad. Hoy en día, el problema de la vejez en América Latina no es tan grave como en algunos países de Asia. Para mediados del siglo XXI, se estima que las más grandes concentraciones de personas mayores de 60 años se ubicarán en los países menos desarrollados o en vías de desarrollo. Esto quiere decir que muchos de aquellos países, envejecerán antes de alcanzar el desarrollo. Hay un tema técnico de una significativa importancia relacionado con los sistemas de pensiones o con el porcentaje del gasto social gubernamental destinado a aquellas, que en el caso latinoamericano y asiático está muy por debajo del europeo. Sin embargo, el tema fundamental aquí – y que es más amplio que el anterior - es pensar de qué manera el sistema en su totalidad será capaz en un futuro de integrar y ser más amigable con lo que será cerca del 20% de la población mundial.

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