24 febrero, 2010

EL JAGUAR, EL LOBO Y EL ÁGUILA

Leí que el Amazonas era un infierno. Hallé la descripción algo exagerada. Claro, nunca había estado allí. Cuando partí, la imagen se me había borrado de la cabeza. Mis cigarros sabían a guano, la humedad los dejaba bien amargos. A pesar de la lluvia torrencial, de algunos ratones que corrían al lado de mis pies y de estar en un pueblo perdido, aún algo civilizado, el lugar no se me hacía tan insoportable. Estaba en un hotel un tanto decadente, pero muy elegante, de la época en la que los señores del caucho hicieron fortuna hace más de un siglo. El ventilador es una bendición por estos lugares. Como en todo hotel que fue, es o aspira a ser elegante hay un botones. Es un joven, dentro de un traje café muy grueso y un gorrito ridículo seudo napoleónico. Cuida su trabajo como si estuviera a prueba todo el tiempo. Es atento y esforzado, me cae en gracia.

Días después, navegando en un barco de carga por el gran río, pensaba en todos aquellos lugares que he visitado y que me han hecho sentir minúsculo. Algunas montañas, volcanes, desiertos, grandes ciudades. No. Nada se le parece. Aquí está todo amplificado. Hay mariposas del tamaño de una paloma y a ratos en esta reunión enorme de agua llamada río las orillas se pierden. Más parece un océano. Días y noches remontando el río me hicieron pensar en lo estrecho de la ciudad. Por la noche acostado en la cubierta del último piso, el cielo no se guarda nada, los atardeceres y amaneceres no mezquinan colores, tampoco sonidos. Esto no lo he visto, esto no lo he escuchado, esto es algo nuevo, me digo a cada momento. Paso los días jugando “casinito” con mi pequeño amigo Cabeza de Yuca, tocando guitarra y tambores con Kevin y Jessica, o simplemente conversando con Germán, Jorge o Irma. La señora Irma quisiera servirse con papas a todos los extranjeros del barco, pero no sabe asumir sino un rol maternal. Sé que en el fondo me prefiere. Cuando me despido de ella días más tarde, suelta unas lágrimas. Es una mujer feliz, con un hijo militar y otro peluquero, gay. Con algunas penas de amor. Me las contó todas. Todos nos contamos las penas de amor, y así nos conocemos, bien desnudos, bien vulnerables.


Walter Soplin mide 1,70 y tiene una capacidad descomunal para beber cerveza. Nació en la selva hace 42 años. Sin saberlo nos estaba esperando, a Kevin, a Jessica y a mi. Cambio completamente mis planes y, luego de atracar, decido seguirlo. Kevin y Jessica también. Y nos fuimos para dentro, cientos de kilómetros más allá de los últimos pueblos de la selva, en una pequeña embarcación. Estoy en un verde profundo y oscuro. Y no paramos de andar por afluentes tributarios del Amazonas y el infierno comenzó a revelarse, y los sonidos y las vistas a amplificarse. Y así anduvimos días y noches, durmiendo en hamacas, en plena selva, con mosquitero. Llegué a contar más de 100 picaduras en mi cuerpo, de varios tipos. Para cada uno existe una planta que sana, que alivia. Estoy en un templo botánico, el más grande del mundo y no paro de transpirar. Hacen como 35º C. Cuando ya no se ve, es mejor aguantarse las ganas de ir al baño. Hay que saber dónde pisar. Las fieras salen de noche y lo único que me separa de ellas es una delgada malla con hoyos. Se siente el trajinar de los animales, hasta del más insignificante. Ratones de árbol, aves, serpientes, perezosos, caimanes, felinos, ranas enormes, libélulas, tarántulas, iguanas, millones de insectos y Walter, cuyo ronquido se mezcla con el ruido de los sapos. Truenos, relámpagos, la lluvia torrencial, el diluvio. Nos acompaña, además, Jairo, un eximio cocinero y guía. Hace una tremenda pareja con Walter. Por la noche salimos a buscar animales. Jairo conduce la lancha y Walter mira, olfatea. Se tira el agua y toma a los caimanes del cuello, como si fueran peces de acuario. Lo mismo hace con las anacondas. Es como ver los ojos rojos de una persona a decenas de metros de distancia. Y las sube al bote. Y nos enseña a relacionarnos, fuera de hábitat. A los pocos días tuve a un caimán del cuello, a una tarántula en mi antebrazo y a una anaconda constriñéndome entero. Luego andaba sin zapatos, comía larvas de cucaracha y me bañaba en las mismas aguas turbias donde pescábamos pirañas que luego asábamos para la cena.


¿Todavía no sientes nada Alberto? No, le respondo a Pepe, que ya ha comenzado a cantar sus ícaros. Eran las 11 de la noche. Me había preparado durante meses para este viaje. Ha pedido protección a su dios y ha llamado a 360 espíritus a esta ceremonia. Ha establecido expresamente impedimentos para dejar fuera a los malos. Sólo ingresan curanderos, sabios, sanadores, consejeros, ayudantes, duendes iluminados. Ya están aquí, me dice. Mi cuerpo estaba caliente, mi sangre corría acalorada, lo podía sentir. Aún lúcido, sentía una suerte de condena. Estando en control, en cuerpo y espíritu, esperando la abolición de mi voluntad mientras fumaba un mapacho. Me resistí en un comienzo. No quería ir. Pero, claro, fue en vano. Tras los tragos del brebaje excesivamente amargo, no hay nada que puedas hacer para volver a un antes, para salir de allí.


De un momento a otro, comencé a sentir las ondas, cada vez más fuertes. Era un sonido circular que luego se transformó en espiral, en un túnel y en una obligación por la que debía entrar. Las paredes de lata de la pieza donde me hallaba minutos antes ya no estaban. Han volado de raíz. A mis espaldas rompían las olas de un mar oscuro y tempestuoso, frente a mi, absoluta oscuridad. De a poco comenzó a acercarse por el mar un barco que me invitaba a navegar de noche. Sólo lo escuchaba. Muy fuerte. En cubierta, gente muerta, desesperanzada, angustiada. Es un viaje infernal. El chamán evita que tome ese rumbo con sus ícaros. Sopla en mi cuerpo, me auxilia, sabe dónde estoy. No subo. Comienzo a caminar en la oscuridad y dejo el barco atrás. Veo a un niño sin vida. En el suelo. Mi familia me rodea, no puedo hablar con ellos. Siento su energía, me dan un mensaje hermoso a través de una voz que me habla. Me siento tranquilo. Luego se cruzan los ratones, negros, grandes frente a mi. Amenazantes. Tienen el control. Me subyugan. Me paro unas 15 veces. De un momento a otro no le temo a nada. Respiro corto y rápido, soy un jaguar, creo. Pienso velozmente. Distingo varias zonas oscuras que me rodean. Mis temores. El chamán no quiere que me vaya por ahí. Me toma del brazo y le respondo con rugidos. Estoy jadeando, quiero ir contra todo hacia allá. No puedo estar quieto, le pido que me suelte. Me zafo. Mi respiración se controla cuando llego al lugar. Cinco ancianas leprosas, blancas, algunas con un ojo azul, demacradas, están acurrucadas en una esquina. Me miran tímidamente, no hablan. Me despiertan una profunda compasión. Las miro un buen rato. Están sumidas en la más pura miseria. De repente se levanta el sol quemante y una pirámide en frente mío. Llego hasta la cima de la pirámide y al bajar nuevamente ratones. Esta vez pequeños, insignificantes y multicolores. Conversan entre ellos y no parecen notar mi presencia. Trato de fumar 5 veces. Saco cigarrillos de mi bolsillo y se me desvanecen en las manos. Incrusto mis ojos en los del chamán varios minutos. Lo puedo ver hacia adentro. Tengo muchísima energía.


Estoy en el suelo, acostado. Cae una gota de agua, luego dos, tres. Las gotas se solidifican, se juntan y forman un espiral. El espiral es una serpiente. Luego aparece otra serpiente en el suelo. Negra, brillante. Luego la serpiente remonta la pared enfrente mío. Mide 2 metros aproximadamente y es muy gruesa. Parece que está digiriendo un animal. Me dicen que no debo mirarla a los ojos, mejor no. Todavía tengo al animal dentro mío. La desafío, no pienso. Levanto la vista y la serpiente me mira fijamente. Y así nos quedamos. Yo en el suelo, recostado y ella muy alta frente a mí. Y nos miramos un buen rato. Y la serpiente se transformó en mujer, vestida de negro, muy atractiva. Estaba de perfil, pero con un ojo frontal, verde, que me sigue mirando. Esta serpiente te ha estado vigilando desde hace mucho tiempo, me dice Pepe. Y yo ya estoy parado, mirándola, de frente, sin pausa. De un momento a otro la mujer sonríe y se marcha. Quedo sólo, exhausto. Me pongo a dormir.


Al despertar no pude ver la hora durante todo el día, tampoco el valor de las monedas que tenía en mi bolsillo. Sin embargo sabía dónde estaba y dónde había estado. Estaba con muchas ganas de seguir viajando. Me reencontré con Kevin y Jessica, y descubrí que él era un lobo y ella un águila. Ambos habían viajado siete veces a lugares similares. Tomamos un avión a otro lugar y hablamos sobre significados, y regalamos música en los pueblos a la gente. Cada vez que lo hacíamos algo se volvía a encender, algo corría entre nosotros. Pasamos hermosos días juntos hasta que llegó el momento de despedirse, tras cambiar nuestros correos electrónicos.



foto: AAJ

8 comentarios:

VIGs dijo...

no tengo palabras, maestral. sensible. profundo. GRACIAS.

Anónimo dijo...

Ahora me duermo mirando el verdor con una mueca por la humedad, cubierta por el cielo abierto mientras siento el sol, el rio y la música animal.
Danke por compartir, alimento y energía. Me cambiaste la velocidad en la ruta invernal.

Abrazos
Mane.

Anónimo dijo...

me hiciste acordar de ese viaje a la amazonia ecuatoriana... despues del ayahuasca nunca volvi a ver el mundo de las misma manera. saludos

La Cata dijo...

Que bueno saber que las vacaciones se transformaron en un viaje más bien personal y espiritual.
Bonita manera de empezar este nuevo año que comenzó con la tierra 8 centímetros más inclinada. Ahora estamos más de lado y todo es con nuevas perspectivas, y tu ya llevas ventaja en eso.
Un abrazo

Anónimo dijo...

magistral, sin comentarios, que mas puede uno pedir?

Gonzalo Serrano del Pozo dijo...

Excelente descripción, muy buena columna...pero me gusto más lo que escribiste sobre Evo jjajaja

Anónimo dijo...

wena

Loreto dijo...

En alguna parte leí, que todo lo que valía la pena escuchar, ya había sido escrito. Definitivamente no, hay algunos como tú, que aún tienen mucho que decir, y otros como yo, encantados de leerte… Que “el mundo” no se lo pierda ;)